Era en una noche de tantas otras, Andrés se detuvo a mirar el escaparate.
Tenía la vista nublada por el alcohol y contemplar la luna combada le pareció otra alucinación etílica, como el grano de su brazo que cambiaba de sitio de la muñeca al bíceps cada noche, después de cada copa.
Había cuatro maniquíes desnudas, con cuatro pares de pechos pequeños y erguidos; sin pezones que pellizcar, pensó el ebrio transeúnte.
Dos de ellas tenían sendas cabelleras negras; había una pelirroja con el pelo corto y otra rubia con la mata rizada.
La anaranjada luz de las farolas iluminaba sus ojos de cristal, llorosos de tanto brillar, compungidos por su desnudez.
- Cuanta mina hot y yo tan viejo.
Andrés dio un sorbo a la botella de ron y continuó en busca de otro bar con after hour, happy hour o cualquier otro hour que le viniese bien.
A su espalda un chirrido agudo le hizo girarse para ver si alguien caminaba tras sus pasos.
La acera se encontraba desierta. Eran las dos de la madrugada y sólo los vagabundos y, bueno, él, deambulaban a esas horas por una calle repleta de comercios cerrados.
Un estallido de cristales le dejo inmovilizado; Miró en todas direcciones sin saber exactamente de donde provenía el bullicio.
Enseguida pudo centrar la brújula de sus ojos, y observo parte de una luna caída acera abajo, justo en el escaparate por donde acababa de pasar.
Entonces vio que un pie asomaba del escaparate, después otro.
Un ladrón; pensó, estaban robando en la tienda y era probable que creyeran que él había visto algo.
Varias figuras salieron a la luz, bajo el neón rojo de la fachada.
Eran los cuatro maniquíes; las cuatro mujeres desnudas de plástico con cuatro pares de pechos tiesos y cuatro expresiones impasibles que un momento antes habían estado posando en el escaparate.
Los brazos y los pies empezaron a moverse. Los brazos hacían silbar el aire, los pasos en el cemento sonaban huecos e inhumanos.
Iban en su dirección, sin correr pero como soldados en un desfile, manteniendo la cabeza alta mientras el pelo sintético ondeaba como una bandera deshilachada.
El hombre echó a correr, desesperado y sin dar crédito a algo que no podía ser otra visión del ron, sino que tenía que ser real hasta un cierto punto que él mismo desconocía.
La botella se hizo pedazos contra el suelo y su carrera se fue convirtiendo en un zig-zag, en un slalom absurdo entre coches y farolas.
Cada vez que miraba hacia sus perseguidoras, veía a una que se adelantaba a las demás y que a punto le estaba de dar alcance.
Apenas les separaban seis metros cuando Andrés llegó a la calle donde vivía.
El mundo continuaba vacío e intentó gritar con fuerza por si algún vecino o su propia mujer le escuchaban antes de llegar al portal.
Pero un repentino mareo provocado por el alcohol, y un par de arcadas, le hicieron cejar en el empeño. Se detuvo para tomar aire, y ya empezaba a moverse de nuevo cuando la maniquí rubia se tiró encima de su espalda.
Notó una angustiosa frialdad al sentir en el cuello aquellos dedos inertes y duros, apretando y empleando suficiente presión como para ahogarle, mientras dos puntiagudos pezones se le clavaban en los omoplatos.
Andrés soltó el codo en la cara de la maniquí, que aunque tenía fuerza seguía pesando más bien poco, y el golpe la lanzó por los aires.
La puerta del portal estaba abierta y tropezó con el primer escalón, dándose un doloroso golpe en la espinilla.
Al pasar el umbral no le dio tiempo a cerrar a su espalda.
Las dos maniquíes de pelo negro entraron en el portal, con los brazos extendidos y la mirada brillante.
Andrés se arrastró por las escaleras en busca del segundo piso. Jadeaba y sentía las manos de maniquí aferrarse a sus tobillos y arañarle con sus uñas postizas. El portal estaba a oscuras y el imposible plástico sonaba como zapatos de claque.
Golpeó la puerta de su casa con el puño y balbució el nombre de su esposa.
La puerta se abrió de inmediato y el enorme rostro de su mujer inundó el portal.
Andrés se agarró a sus rodillas y ella se apartó asqueada.
El rellano estaba vacío.
No se escuchaban sonidos huecos ni sentía frió en el cuello.
- Has vuelto a llegar tarde y borracho, desgraciado.
- Me querían matar, iban desnudas, de plástico, y esas tetas tan duras...
- Estas delirando. Llevo horas esperando, sentada en la cama. Con ganas de estrangularte cuando volvieses, con ganas de huir de aquí, de coger un avión y desaparecer. Te odio, Andrés Serrano, Te odio.
A pesar de todo, le abrazo y le hizo entrar en casa, mientras él lloraba histérico, presa de los efectos del alcohol y de su propia impotencia.
A la mañana siguiente los dueños de la tienda de ropa “Luces de Juventud” se encontraron con varias sorpresas.
El escaparate estaba destrozado, pero sólo habían desaparecido cuatro maniquís que estaban a punto de ser vestidas con la temporada de Otoño.
Lo más extraño del asunto fue que una de ellas apareció dos calles más abajo, sentada en la cama de una tienda de muebles que a su vez también contaba con el único desperfecto de tener el escaparate resquebrajado.
Pocos días después fue localizado otro maniquí en el escaparate de otra tienda textil, junto a un maniquí masculino y en extraña postura. Tenía las manos en su cuello como si le estuviera estrangulando.
Ese mismo día un maniquí femenino de cabello rubio apareció sentado en la terminal de espera del aeropuerto internacional. El otro, que odiaba a alguien con toda su alma vacía, nunca llegó a aparecer. .